El “Graf Spee” en Montevideo (Inicio de memorias).
He decidido emprender el arduo camino de escribir unas memorias coherentes, por eso mismo las escribiré en desorden cronológico y las iré corrigiendo a medida que vaya encajando las piezas de ese inmenso puzzle. Esta es una mini-primera entrega en forma de borrador… Gracias por vuestros comentarios, aportaciones y criticas si es que os apetece leerme. Si no os apetece tampoco me importa, ya que uno siempre escribe porque siente la necesidad de hacerlo, no para que lo lean. Evidentemente aunque cito el acorazado “Graf Spee” en el título, no aparece para nada en esta entrega. Es un mero giño de admiración al gran y sanamente envidiable Boris Vian, que escribió una novela llamada “El otoño en Pekin” en cuyo prefacio dejaba bien claro que su novela no tenía nada que ver con “El otoño” y menos aún con la ciudad de “Pekin”. Aunque quiero dejar claro que SI hablaré el el siguiente capítulo del "Graf Spee". Es decir hoy NO, pero mañana SI.
Inicio:
Al rededor de 1992/93, en plena expansión de la micro-informática, nos surgió la opción de montar una plataforma de distribución de nuestros productos en Montevideo (Capital del Uruguay), y para allá que nos fuimos.
Salí de Valencia a Madrid con Iberia (no había AVE ni nada parecido, solo un tren por vía única que pasaba por Cuenca y tardaba ocho horas). Esa noche embarcamos mi amigo Antonio y yo en Barajas, con la compañía de bandera brasileña “Varig” rumbo a Sao Paolo (una de las ciudades mas pobladas del planeta). Por curioso que pueda parecer, nuestros frecuentes viajes en avión de hace 30 años, no tenían nada que ver con los actuales: se fumaba a bordo, las azafatas te daban una manta y cómodas zapatillas, te servían comida y Whisky de malta escocés (sin sobre-coste alguno), y el viaje siempre nocturno hacia Sud-América transcurría en un buen ambiente con alguna que otra cabezadita apenas interrumpida por el trajín de las azafatas, y el desayuno.
Aterrizamos en la zona internacional de Sao Paolo tras sobrevolarla casi media-hora. Es posiblemente la ciudad más grande que he podido ver desde el cielo. Mirases por donde mirases, veías los inmensos edificios del centro rodeados de varios cinturones de “favelas”.
Seguíamos en esa tierra de nadie que es la zona internacional, cuando nos llamaron a la puerta de embarque para conectar con Montevideo, pero algo no encajaba: Tras los cristales, vimos nuestro enorme avión con uno de sus dos motores destripado y cinco o seis mecánicos brasileños equipados de herramientas rondando por encima del ala, subiendo y bajando escalerillas como abejas atareadas quitando y añadiendo piezas al motor.
La megafonía no tardo en avisarnos de la evidente avería, y cosa realmente curiosa, en la zona internacional de un macro-aeropuerto como el de Sao Paolo, no había donde comer. Alimentarnos era obligación de la compañía, y de ahí se entabló una negociación surrealista entre varios agentes de policía de fronteras y el piloto, que además debía hacer frente a los gastos de la reparación, el coste de repostar la aeronave, cosa ya asumida con una VISA Oro de la compañía (que todos los pilotos suelen llevar). El problema era realmente otro: había que sacarnos de ese espacio sin soberanía, a la calle para alimentarnos. Curiosa anécdota que yo iba digiriendo más o menos, gracias a los dos años escasos de portugués que había estudiado en el instituto.
Al final concluyó el regateo: entregamos los pasaportes a una azafata que tuvo que negociar con la jefatura de policía sita allí mismo, pasajero a pasajero, la entrega de un visado individual de entrada a Brasil para poder pisar suelo fuera de esa tierra de nadie. La burocracia local quiso equiparnos a cada uno con un ostentoso visado temporal nominativo, graciosamente concedido por la república de Brasil, que nos autorizaban a pisar suelo patrio para exclusivamente ir a comer al lujoso restaurante elegido por Varig. Para evitar confusión, dicho visado nos prohibía escaparnos por las calles de Sao Paolo.
Una flotilla de autobuses nos acercó al lugar donde nos alimentaron más que decentemente y tras contarnos como a una manada de ovejas en riesgo de descarriarse, nos devolvieron a la zona internacional donde acumulamos unas ocho horas de retraso, hasta que el avión reparado despegó. Tras un pesado recorrido que se nos hizo eterno, por fin aterrizamos en el aeropuerto de Carrasco/Montevideo.
He visto fotos recientes de un Carrasco ya moderno, pero en 1993, era algo así como una copia barata de la estación de ferrocarril de Port-Bou donde los temporeros que iban a vendimiar a Francia sufrían los aleatorios controles de la Guardia-Civil: largos bancos de cemento donde la policía rondaba las maletas, elegía registros al azar, y miraba siempre al viajero con aires de fundada sospecha. Tras el portal de salida, nos esperaban nuestros futuros socios, desesperados al no haber recibido noticia alguna del retraso. Evidentemente ni existían los actuales móviles y el WhatsApp, ni nada que nos permitiera avisarles sin entablar una costosa, compleja e imposible conferencia telefónica, porque aunque llevábamos ese sésamo universal llamado Dolar que abre todas las puertas, no sabíamos donde localizarlos. Como decía al principio, volar era otra cosa en 1993. Tal vez la compañía podría haber tenido la delicadeza de avisar a quienes esperaban vuelos, pero no lo hizo, así que nos fundimos en abrazos y salimos en un coche para alojarnos, atravesando el lujoso barrio de Carrasco que tiene unas casonas de precioso estilo colonial donde se alojaba y lo sigue haciendo, la alta burguesía local.
A Antonio, le tocó alojarse en casa de Guido, un personaje entrañable y muy interesante. Guido era cubano. Marxista convencido que se había exiliado de Cuba por la poca seriedad que atribuía al gobierno cubano en su aplicación de los principios revolucionarios en los que creía firmemente. Guido era una lumbrera en economía, multi-laureado por la más prestigiosa universidad de Moscú, me pareció y así lo demostró, ser una inagotable fuente de conocimientos. Aunque desconocía los entresijos técnicos de nuestro proyecto que abarcaba el campo de la naciente micro-informática, si que me pareció en el acto, la persona adecuada para liderar este proyecto de naciente creación. Algo que hoy, en el actual lenguaje “spanglish” llamaríamos una Start-Up destinada a ser nuestro centro de operaciones para toda Latino-América.
Yo tuve mucha suerte también. Me tocó alojarme en casa de Jorge, el segundo de Guido, persona de una bondad que raramente he vuelto a ver… Reconozco que Jorge me sorprendió mucho porque su historia no me cuadraba en absoluto con la idea que me había hecho de él al verle. Era uno más de los judíos que viven en Montevideo. Se había ido voluntario y por convicción militante a Israel, y acababa de regresar recientemente al Uruguay. Me dejó pasmado cuando me contó que había sido oficial en las fuerzas especiales participando activamente en la guerra de los altos del Golán contra Egipto. También era experto en contra-espionaje y tenía buenos conocimientos de informática. Aún rememoro su rostro lleno de bondad y generosidad a lo largo de las charlas que mantuvimos aquella noche. Me cuesta horrores imaginar a ese grandullón tan apacible y manso, vistiendo uniforme militar y trabajando para el Mossad. En fin, son las sorpresas que nos ofrece nuestra engañosa percepción a primera vista de las personas que vamos conociendo. Lo evidente es que Jorge se negó a dormir en su cama que me cedió sin darme derecho a réplica y me ofreció su casa entera (el contenido de su frigorífico y su despensa), me trató como un rey mientras él dormía en el viejo sofá de su humilde piso. En el fondo sentí por sus palabras que si bien Jorge no renegaba de su pasado, no se sentía especialmente orgulloso de su etapa juvenil sionista y que de algún modo había sufrido una ruptura interna al percibir la ineludible necesidad de ser otro y hacer el bien a su alrededor, buscando un modo de vida que a su juicio le reconciliara con su sentido de humanidad siempre dispuesto a compartir su bondad con sus semejantes.
Helio Yago.