Ya soy el borracho oficial de ese bar que hay bajo la finca. Tiene mérito alcanzar tan alto nivel de desprecio, burla y vejación por parte de los demás. Pero lo disfruto, no me quejo y lo acepto con cierta alegría. Es tarea de nuestros semejantes el juzgar y condenar. Al fin y al cabo, la especie humana lleva milenios ejerciendo el papel de juez y verdugo de los demás sujetos de su especie.
De todos modos, me parece lógico: ¿Acaso hay alguien realmente inocente? Lo dudo. Nadie puede presumir de no haber hecho nunca daño a nadie. Nadie puede presumir de no haber sido cómplice silencioso, o directo ejecutor de un acto de maldad. Como apenas soy uno más, además de juzgar y condenar a los otros, he decidido aplicarme juicio y condena a mi mismo. No fue fácil asumir mi cobardía junto a mis propias miserias y maldades. Pero lo hice para ser libre, aunque no me sirvió de nada: nunca los humanos hemos sido ni seremos libres. Sea cual sea nuestro nivel social, siempre somos esclavos de otros, que por azares de destino o cuna, están ubicados más arriba.
Tampoco fue por necesidad de salvación, sé que nunca me salvaré. Por eso, jamás busco refugio en un confesionario: esa amable lavandería donde uno entra cubierto de mierda y sale blanco como la nieve. No quiero que el contenido de una sotana me perdone en nombre de un Dios misericordioso inexistente (al menos para mí). Ni siquiera quiero perdonarme a mi mismo: sé que no lo merezco.
Mis actos de cobardía, maldad y desprecio me asaltan a diario. Salen del armario ropero donde busco que ponerme cada mañana. Surgen de la mirada inocente de los niños que cruzo a diario por la calle. Siempre hay un fantasma que me despierta sudoroso en medio de los sueños etílicos más profundos de la noche.
Nunca pensé que esa infinidad de seres que cruzaron mi existencia, esos a los que desprecié (sin darme cuenta), al no prestar la menor atención a su desamparo, podrían regresar a mi memoria convertidos en implacable ejército de recuerdos que siempre vuelven para juzgar sin piedad mi mezquindad.
A menudo se me aparece, entre tantos y tantos actos de intrínseca maldad, aquel niño (de unos diez años) vestido de harapos al que vi por primera y única vez en Lima. No puedo olvidar la mirada de sus ojos implorantes, plagados de legañas en medio de un rostro que desconocía el jabón, y un cuerpo que jamás supo lo que era comer suficiente. La vida es tan estúpida e imprevisible que nos invita a transitar extraños caminos. A mi, me condujo el azar a conocer ese ser diminuto, una noche del invierno peruano.
De regreso a casa, sobre las 2 de la madrugada una de las ruedas de mi coche tropezó con un socavón y reventó. Precisamente a dos pasos de allí el débil candil de una gasolinera me guiñaba un ojo incierto y parpadeante, oscurecido por la sempiterna y opaca garúa invernal que cubre Lima. Cosa extraña la garúa. No sé a que santo se me aparece en las pesadillas. Tal vez sea porque también quiere reivindicar su papel de actor en este relato. Esa niebla y lluvia tan fina, solo la padecí allí. Justo a orillas de un océano llamado Pacífico, tal vez porque es tan triste y gris que solo despierta melancolía. La garúa empapa. No sientes que llueva sobre ti, pero tu cabello y tu ropa la absorben cual esponja, al tiempo que un frío despiadado te taladra los huesos.
Una vez empujado el coche hasta la gasolinera, vi un pomposo cartel de cartón que rezaba: “re-acondicionamos gomas”. Pregunté a un hombre somnoliento, cubierto con un raído mono cuyos agujeros traicionaban décadas de uso, si era posible reparar el desaguisado de mi rueda. Confirmo con un simple gesto de cabeza y cogiendo un palo de ostentosas dimensiones golpeó un viejo bidón de aceite agujereado mientras gritaba como un poseso. Del bidón salió ese niño aún dormido, legañoso y apenas cubierto de una escasa ropa mugrienta y agujereada. Se protegía del frío con un viejo trozo de lona de camión desgarrada.
Ese ser de unos 10 años, cuya vivienda unipersonal era un oxidado bidón de aceite, perdido entre ratas que criaban en medio de aquel mar de neumáticos raídos, tiritaba bajo la maldita garúa helada, mientras me sonreía desmontando la rueda, espoleado por los cachetes que le propinaba su jefe, tal vez para mostrarme la enorme extensión de su poder sobre el diminuto esclavo.
Pagué, di una generosa propina al actor principal, el jefe se la arrebató con codicia, y me subí al coche para calentarme. Sin pensarlo ni un segundo más, me marché sin mostrar ni sentir absolutamente nada en relación con lo ocurrido. Tengo por supuesto, una explicación válida: es tan frecuente ver a niños explotados y maltratados en esos países que uno se debe inmunizar ante su dolor. Tampoco podía ir repartiendo mi dinero a diestro y siniestro, ¿que hubiese sido de mis quince días de vacaciones? Yo no cree la pobreza ni la explotación infantil y claro que estoy en contra, pero ¿de que sirve ayudar a un niño, si hay millones que están igual o peor que él?
El caso es que apenas recuerdo esa noche fría y oscura, salvo que estaba tan a gusto con la calefacción del coche a tope, que pronto me recuperé de la humedad y olvidé los ojos del esclavo y temporalmente al esclavo.
No entiendo porque, ahora, me viene todo eso a la memoria, si yo no hice nada… Bebo para dormir y olvidar esas pesadillas que me atormentan, intento ver el fútbol el el bar, pero siempre me echan porque no soy de su equipo (ni de ningún equipo). Ahora mismo, siento retumbar en mis oídos los palos del jefe sobre la improvisada vivienda de aquel crío, los cachetes, el frío, los martillazos que propinaba el pequeño esclavo sobre las palancas desmonta-ruedas. Vaya mierda… Perdonad que abandone aquí este relato: pero estoy vomitando. No creo que sea por recordar esa historia, debe ser por las tres cajas de vino barato que he bebido hoy… Voy a ver si el camarero me fía un cubata de garrafa y consigo olvidar a ese puto niño que me ha robado hoy el sueño.
Helio Yago.