El autodafé como su etimología indica es un acto de fe. En general, y desde los albores de la humanidad se han practicado esos “simpáticos” actos (perdón por la ironía) que consistían en quemar brujas, herejes, apóstatas, peligrosos pensadores de ideas consideradas desviadas, libros, etc... en resumen: el acto de fe era como una falla: consistía en purificar la sociedad por el fuego. Todo (casi siempre personas) lo que no entraba en los moldes que el Poder había establecido acababa el la hoguera...
En mi infancia y adolescencia, salvando mis primeros años aquí en la serranía valenciana, donde los hijos de rojos eramos acosados y maltratados sistemáticamente, las cosas fueron muy diferentes una vez emigrados a Francia (yo tenía 6 años cuando me llevaron al país vecino).
En el sur de Francia, concretamente en Nîmes, el lugar de encuentro de emigrantes y refugiados políticos españoles era una planta baja con el cartel de: SIA (Solidaridad Internacional Antifascista). Allí pasábamos los domingos por la tarde. Los críos jugábamos y veíamos películas en blanco y negro pasadas por un proyector de 16mm que muy bien recuerdo, pues me permitió descubrir el cine de Chaplin, Laurel y Ardy (El gordo y el flaco), Buster Keaton, y en general los gigantes precursores del cine mudo.
Cuando en 1963 el régimen franquista asesinó a Julián Grimau, le lloramos en casa. Su cara me sonaba, y mi madre entre lágrimas me recordó que un domingo el camarada Julián había pasado por la SIA y me había tenido entre sus brazos. Al parecer al bueno de Julián le encantaban los niños y entonces le recordé en una escena de juegos como en una foto fija. Algo que por desgracia, ya se ha difuminado en mi memoria.
Lo que más me marcó de aquellos domingos de mi adolescencia pasados en la SIA, era la absoluta unidad y solidaridad existente entre los exiliados españoles (voluntarios o no), que se ejercía por parte de todos los presentes, independientemente de colores políticos. Habían pocos, pero los había: trotskistas(ex combatientes del Poum), no muchos comunistas, y sobre todo anarquistas venidos de casi toda la España mediterránea, incluso de Albacete y Murcia. Era bastante lógico, ya que vivíamos en una zona de Francia que aún sigue siendo principalmente vinícola y frutal, y la mayoría de los emigrantes españoles presentes, tenía conocimientos del cultivo de la vid, cosa que facilitaba el empleo.
A mis 10 años de edad y aún en la escuela primaria, un amigo de clase algo más mayor, ya nos había repartido a casi todos el carné francés de las JC (Juventudes Comunistas). Yo no estaba muy convencido del significado de ese carné, entre otras cosas porque no tenía ni la edad ni la formación política necesaria para saber si realmente lo quería. Así que amablemente lo devolví. No hubo discusión ni problema alguno con el camarada reclutador que los había repartido, aunque no dudó en asegurar que pronto lo volveríamos a pedir (cosa que en mi caso nunca ocurrió para su disgusto).
Tras casi un año de estancia en un sanatorio de los montes del centro de Francia (me habían detectado un principio de tuberculosis), regresé con 11 años ya cumplidos y me llevaron de cabeza interno al instituto. Allí los asuntos políticos y sexuales eran la comidilla diaria tanto en el recreo como en las tertulias que organizábamos los jóvenes internos cuando las clases terminaban a las 4h de la tarde y teníamos que poblar el tiempo hasta la hora de la cena.
Cuando cumplí los 15 años, tropecé con el histórico fenómeno del Mayo 1968 francés. Aunque no habían autobuses, ni trenes, ni nada de nada por la huelga general, los habitantes de las barriadas obreras eramos conducidos en manada y a diario a varios comedores sociales. Digna iniciativa organizada por convencidos militantes sindicales que vaciando sus arcas, daban de comer a los hijos de huelguistas con el fin de ayudarles a mantenerse firmes en el paro generalizado.
Entonces empecé a asistir a las manifestaciones, primero como mirón, y luego como participante hasta que el movimiento estudiantil y obrero perdió su fuelle y los estudiantes regresamos a las aulas para empezar el curso 1969/70 en institutos que hasta 1968 estaban estrictamente divididos en centros para chicas y centros para chicos. En 1969, al menos el mío, ya fue mixto. Aparecieron unas 5 chicas en una clase de 35 alumnos, pero muy poco duró la disparidad: al año siguiente ya las chicas habían ocupado su legítimo espacio en mi centro, y sensiblero y enamoradizo que es uno, mis múltiples tonterías de adolescente me costaron repetir ese curso.
Por aquel entonces además de estudiar literatura, empezando con lecturas de Camus, Sartre, Kafka, Freud, Boris Vian y demás importantes autores, se impuso la militancia como lógica compañera de cualquier estudiante inquieto: algo totalmente normal y común en aquellos tiempos.
Si la universidad era un auténtica ágora de debates políticos, los institutos no quedaron rezagados. Evidentemente la profundidad podría ser algo menor pero no faltaban ni ganas ni empeño en elevar el debate. Asistimos algo atónitos al desembarco de la gran novedad: los Maoistas que venían a clase con su libro rojo de Mao, Algo que intenté leer y digerir pero se parecía tanto a un catecismo infantil, que me abstuve de seguir en ello. Aún así, tuve y conservo amigos y amigas que por aquel entonces profesaron la “religión” maoista adorando los escritos del Gran Timonel. Hice muy buenas migas con algunos camaradas comunistas, aunque nunca compartí su admiración por Stalin y su obra (por aquel entonces el PC francés siguió aún muchos años en la estela de Stalin) … También tuve y mantengo grandes amigos entre los Trotskistas de aquel entonces aunque en su mayoría, ahora votan a Macron (la vida es así de cabrona ya que siempre deja huella en la maldita hemeroteca)…
Hubo mucho de todo tras el 68, pero la única responsabilidad política que asumí fue muy integradora. Consistió en aceptar democráticamente ser nombrado Secretario General del FSI (Frente de Solidaridad Indochina) cuya misión en la zona era organizar charlas, encuentros, debates, presentaciones, proyección de películas, etc. en resumen: multitud de actos cuya meta era siempre la denuncia del imperialismo USA que aún proseguía su maldita guerra de Vietnam.
Lo que he conservado de aquellos años de estudiante, y quiero seguir conservando, es mi absoluta independencia y libertad de pensamiento. No profeso adoración alguna a las personas, pero respeto a los que practican lo que predican, aunque no coincidan sus ideas con las mías. He tocado la guitarra en iglesias (cuando un cura en su causa decente me lo ha pedido) al igual que en mítines del PC o de la CNT, al igual que he ido a oír con sumo respeto a Federica Montseny (CNT FAI). Nunca he tenido el menor problema en decir lo que pienso, y ahora ya mayor, me encuentro que en esta España a la que regresé en 1974, estamos enfrascados en luchas fratricidas entre las diversas izquierdas. Acaso ¿no hemos aprendido nada del pasado?
Creo que he sido educado por uno de los mejores profesores de filosofía que han existido y de él he aprendido que uno debe luchar por mantener su libertad de pensamiento y palabra. Son los bienes más sagrados que posee todo ser humano.
Lamento que mis opiniones sean a menudo mal comprendidas por quienes piensa de forma binaria en plan: “los míos siempre tienen razón y los otros se equivocan siempre”…
Así que quiero dejar claro que siempre he practicado la crítica de todo lo que me ha parecido mal. Me da igual que lo mal hecho venga de la izquierda, la ultra-izquierda, la derecha o la ultra-derecha. Nunca me he casado ideológicamente con nadie, y así seguiré mientras me quede vida. Esa es mi visión de lo que significa el ser libre y no voy a renunciar a ella para encubrir y preservar oscuras y dudosas estrategias partidistas. Dejemos de condenar libros ideas y personas. Dejemos de decir: ahora no toca decir esto o lo otro porque beneficia al enemigo. El único enemigo de la verdad es su negación. Lo siento si para algunos siempre parece que me expreso a destiempo, pero creo que la inquisición ya pasó, por suerte...
Helio Yago.